Allá por el siglo pasado, cuando una era chiquitita, una de las golosinas preferidas de la chiquillería eran els ginjols, jínjoles o azofaifas en castellano. Recuerdo aquellas tardes de septiembre en que los peques de la calle pedíamos unos céntimos (de peseta) y nos dirigíamos ilusionados a "ca la tia Amanda" , una de las vecinas que tenía un ginjoler en su patio. Hacíamos cola ansiosos por recibir nuestra "mesureta de gínjols" (una medida de un vaso que nos servía en un cucurucho de papel de periódico). Aún recuerdo su pulpa estallando entre mis dientes, el gusto entre ácido y dulce, y la presencia del hueso en mi boca, cuyo sabor perduraba muchos minutos.
El gingoler es un arbusto que sobrelleva bien las tierras áridas y que crecía casi silvestre en algunas zonas del sur de Valencia (también abundante en Murcia y Almería). Dicen que proviene de Siria, quizá de ahí ese nombre tan lindo de reminiscencia árabe. En aquellos tiempos no se comercializaba. Ahora cuentan que los hay en los mercados más finos.
Hace un tiempo , mi marido me consiguió un gingoler, que recibí como un preciado regalo. Aún da pocos frutos, pero ya espero con ilusión hacerlo estallar entre mis dientes y saborear en ellos las tardes de septiembre de mi infancia.
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